El Padre misericordioso

Reflexión Dominical

IV Domingo Cuaresma

Ciclo C, Evangelio según San Lucas 15, 1-3.11-32

Domingo 31 de marzo, 2019

La parábola que la liturgia nos ofrece hoy, se usa llamarla del hijo prodigo, pero sería más exacto llamarla la parábola del amor del Padre misericordioso. Esa parábola es el centro de todo el Evangelio: nos dice que Dios es Padre, lleno de ternura y de misericordia. Su corazón se alegra de un gozo infinito cuando ve, desde lejos, volver a su casa al hijo que se había alejado, e invita a todos a regocijarse con Él. Es el domingo del gozo, tanto es grande la misericordia de Dios.

“Dios es amor. Quien mora en el amor, mora en Dios” (1Jn 4,6)

No es a los pecadores que Jesús se dirige, sino a los fariseos y escribas que se consideraban justos. Convertirse, es descubrir el rostro de ternura del Padre que Jesús nos revela; es pasar de la decepción de su propio pecado, o de la presunción de su propia justicia, al gozo de saberse hijos amados por el Padre y hermanos entre nosotros. Dios no es propiedad de los buenos ni de los practicantes. Es Padre de todos. El hijo menor no vuelve por amor, vuelve por hambre. No por arrepentimiento, sino porque la muerte ya camina a su lado. Buscaba a un buen dueño, no osaba más buscar a un padre (“trátame como a un siervo”).

El padre lo transformará nuevamente en hijo, dándole esa plenitud de vida que buscaba. Raíz del pecado es la idea falsa que muchos tienen sobre Dios.

El hijo menor se aleja en búsqueda de felicidad, creyendo encontrarla en las cosas y en el placer. Buscaba felicidad y al contrario se ha vuelto en siervo, esclavo, reducido a contender las algarrobas a los cerdos. Se aleja de su casa porque siente al Padre como un límite a su propia libertad e autonomía. Siente la casa demasiado estrecha. Es la desconfianza en el Padre y la pretensión de construir, solo, su propia vida.

Solamente cuando se abra camino en nosotros la nostalgia de Dios, el deseo del gozo y de la seguridad en la casa del Padre, empezaremos a dar los primeros pasos de vuelta a la casa paterna: es la “conversión” y será fiesta grande.

El hijo mayor, quizás por falta de valor, se queda en la casa, con una actitud servil, sin gozo, y quizás con envidia por su hermano menor, feliz con dinero, fiestas y mujeres. Siente la casa demasiado vacía. Es el hombre del deber, honesto e infeliz, que ha perdido el gusto de vivir. Vive como un asalariado y no como un hijo. Se siente un fracasado, que no ha tenido el valor de escoger otra vida.

Los dos, nunca han conocido verdaderamente al Padre. “Se alejan”. Es la descripción del pecado, del mal. Uno se despide del Padre que es su más profunda identidad: por eso hay el vacío atrás y adelante, no hay futuro ni esperanza.

La parábola es dirigida a los escribas y fariseos “que presumían ser justos y despreciaban a los demás” (Lc 18,9), para que se conviertan de su propia justicia que condena a los pecadores (cfr. Jonás 4,9), a la misericordia del Padre que los sana y justifica. Jesús se defiende de la crítica de acoger y comer con los pecadores, no hablando de sí mismo, sino del Padre. Y el Padre, ¿cómo es en realidad?

Impresiona, antes de todo, su condescendencia frente a la decisión del hijo más joven de irse. Habría podido contrastarlo, negarle la herencia a la cual, además, un hijo tiene derecho solo después de la muerte del padre. Irse de esa manera, por parte del hijo menor, es como matar idealmente al Padre. Y el Padre lo secunda, lo complace, lo deja libre de equivocarse, porque lo ama.

Sin embargo la separación es solo física, el padre no ha cerrado su corazón: espera, con confianza, que el hijo vuelva a la casa. Teme por él, escruta el horizonte en la esperanza de verlo, y efectivamente será el primero a vislumbrarlo a lo lejos. No sabe porque el hijo está regresando ni que le dirá. No importa, lo que cuenta es que está regresando. Casi no cree a sus ojos, se conmueve, corre a su encuentro, no lo deja hablar, lo abraza, lo besa. Se parece casi a una madre, según la célebre intuición de Rembrandt que, evocando las manos del padre, las presenta una ruda y viril, y la otra tierna y claramente femenina.

El padre tiene una ternura especial también hacia el hijo mayor. Se siente el drama del padre por no ser re-conocido por él.  El padre sale para intentar persuadirlo a entrar y participar a la fiesta por su hermano “que estaba muerto y ha revivido…”. Le dice como siempre él ha morado en su corazón (“todo lo que es mío, es tuyo”). Este hijo está lejos aunque estuvo siempre en la casa. El hijo mayor no entiende, igual que el menor, el amor del padre que no quiere tener a siervos sino a hijos.

Pero la parábola se interrumpe aquí, dejando suspendida la reacción del hijo mayor…

Quizás Jesús pensaba en los fariseos y en nosotros. El final de la célebre parábola depende en efecto de la libertad de cada uno, llamado a medirse con el Dios de Jesucristo. Como dice san Juan: “Dios es amor. Quien mora en el amor, mora en Dios” (1Jn 4,6). A los escribas y fariseos que criticaban a Jesús por acoger y comer con publicanos y pecadores, Jesús muestra cual es el corazón de Dios. Aquel que está en Dios, piensa como Dios, reacciona como Dios, ama como Dios que acoge también al pecador con grande alegría, sin ofender, ni humillar. “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mc 2,17).

Es la experiencia que ese tiempo de cuaresma nos exhorta y nos conduce a hacer, por medio de una conversión constante y confiada en el amor del Padre. Experiencia que hace brotar un gozo grande, que nos permite de cantar con el salmista (sal 33):

“Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca… el Señor me libró de todas mis ansias… Contempladlo y quedaréis radiantes… Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias”. Hoy es el domingo “Laetare”, “Alegraos”: sí, alegrémonos porque hay alguien, el Padre de Jesús y nuestro, que nos acoge así como somos, sin ni siquiera un previo examen, sin regañarnos, y nos abraza con gozo porque hemos vuelto a su amor.

Quien escuche esta parábola en su corazón, tal vez llorara’ de alegría y agradecimiento porque el misterio último de la vida es Alguien que nos acoge y nos perdona: Él solo quiere nuestra alegría.

Pueda ser nuestra experiencia, particularmente acercándonos con humildad y confianza al Sacramento del Perdón.

Amén.

Padre Franco Noventa, mccj

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