Paula Segura – La Guácima, Alajuela
“Monseñor, soy yo otra vez, con una nueva pregunta. Cuando en la Sagrada Escritura y en la Liturgia encontramos la frecuente referencia a las Promesas, ¿qué debemos entender precisamente?
Si encuentra la pregunta demasiado simplona y cree que no conviene que su respuesta sea publicada, tenga a bien contestarme a mí directamente. Le agradezco muchísimo su paciencia, llena de respeto”.
Respuesta
No cabe ninguna duda, la respuesta a su pregunta interesa a todos nuestros lectores, ya que siempre cabe una mayor claridad y seguridad en la comprensión del lenguaje bíblico y litúrgico.
“Prometer” es uno de los términos clave del lenguaje del amor. En nuestro caso es Dios quien promete, y de la certeza que posee de nunca defraudar, Dios nos revela su grandeza única: “Dios no es un hombre para mentir, ni un hijo de Adán, para retractarse” leemos en el libro de los Números (23,19). Para Dios, prometer ya es donar e impulsar la fe capaz de esperar que llegue el don prometido y entonces también de la respuesta agradecida.
Si para los judíos las Escrituras representan ante todo la ley, la voluntad de Dios que hay que observar a cualquier precio; para los cristianos, las Escrituras son el libro de las promesas de modo que, si los Israelitas fueron los que recibieron y guardaron las promesas, los cristianos somos los herederos de las mismas. Así lo afirma san Pablo escribiendo a los Gálatas: “Y si son de Cristo, ya son descendencia de Abraham, heredero según la Promesa” (3,29).
El primero que recibe las promesas es Abraham. Dios le promete a un heredero, una herencia (la tierra fértil) y una descendencia numerosa y gloriosa… y todo como fruto de su bendición que abre la esperanza después de la maldición que Dios pronunció en contra de la tierra por causa del pecado (cfr. Gen 3,17).
Dios fiel, acompaña el caminar de su Pueblo y le renueva las promesas hechas a Abraham, como hizo más tarde con David, a quien le promete que conocerá “un nombre igual a los más grandes” (2 Sam 7,9) y que su descendencia “heredará naciones” (Sal 2,8).
Cuando Israel deja de existir porque reyes extranjeros ocupan sus tierras y llevan cautivos a sus habitantes, Dios “despierta” su fe por medio de nuevas promesas, y de entre ellas, la más extraordinaria, a saber, que Jerusalén, “será casa de oración para todos los pueblos” (Is 56,7) y “madre de una descendencia sin número” (Is 54,3). Finalmente es Jesús Mesías en quien – escribe San Pablo- todas las promesas de Dios tienen su “SÍ” (2 Cor 1,20). A su vez, Jesús ofrece numerosas promesas: la llegada del Reino, la constitución de una Comunidad o Iglesia contra la que no podrán prevalecer las fuerzas del mal, promete también al Espíritu Santo, promete el ciento por uno a cuantos por Él lo dejan todo; promete también la libertad a los cautivos, la paz, la verdad, el camino y la VIDA eterna.
Poseyendo el Espíritu Santo, los cristianos ya llegamos a la posesión de todas las promesas, aunque todavía en esperanza, ya que somos aún “peregrinos hacia una patria mejor” (Heb 11,16) y hacia ella tendemos, “mediante la fe y la perseverancia” (Heb 6,12).
Como lo hizo objeto de su oración María, la madre del Señor, en su “Magníficat”, Dios es fiel y se acuerda de su misericordia, “como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y de su descendencia para siempre” (Lc 1,55). Nos corresponde ahora a nosotros seguir caminando, sin desfallecer hacia aquella Patria mejor que Dios Padre nos ha prometido en Cristo, Señor y Salvador.
Por Monseñor Vittorino Girardi mccj
Obispo Emérito, Tilarán-Liberia