Reflexión Dominical
XVII Tiempo Ordinario
Ciclo C, Evangelio según san Lucas 11, 1-13
Domingo 28 de julio, 2019
Toda la vida de Jesús ha sido marcada por la oración. También en la cruz (Lc 23,24; 23,46). Y a cualquier religión que uno pertenezca, los que creen en Dios rezan. Pero tantas veces el silencio de Dios, casi como si Dios no existiera, nos hace exclamar como Jesús en la cruz: ¿Dios mío, Dios mío, porque me has abandonado? (Sal. 22,2).
Una pregunta que asedia la fe, corroe los entusiasmos y las certezas. Es que, ¿Dios contestará, escuchará mi petición? Desde hace dos mil años los creyentes repiten el Padre nuestro, y los hombres se sienten sin hermanos, el pan continúa faltando y hay algunos que afirman que Dios es padre de nadie.
Jesús no ha rezado para pedir favores, ni para que Dios modificara sus proyectos, más bien para comprender cuál era su voluntad, para poder hacerla suya y cumplirla. Jesús nos pide insistir: pedid, buscad, golpead… La insistencia muestra que la respuesta tarda pero vendrá…
Jesús nos enseña el Padre Nuestro, que es un compendio de la fe y de la vida cristiana. Ese Padre ha pensado a nosotros y nos ha amado antes de que fuéramos formados en el seno de nuestra madre (Sal. 109,15). Pedimos al Padre que nos acompañe en el camino nunca acabado de la fe, y a Jesús de estar con nosotros todos los días (Mt 28,20).
El cristiano no puede esperar de ser escuchado por Dios si no cultiva sentimientos de amor hacia el hermano. El cristiano no puede abrirse al amor del Padre, si no quiere reconciliarse con el hermano. Que no cedamos a las tentaciones y a las seducciones de este mundo para no abandonar nuestro Dios y ser infelices.
En el silencio de Dios confiemos en El, dejando que nuestra fe y deseo crezcan, hasta que Dios llene nuestro corazón, dándonos “mucho más de lo que podemos pedir o pensar” (Ef. 3,20). La oración nos hará comprender y aceptar su amor, abrirá nuestra mente y modificará nuestro corazón.
No busquemos a los dones sino al Donador, no al banquete nupcial sino al Esposo que deseamos abrazar. La pedagogía del Padre nos hace pasar de las necesidades que tenemos, a la necesidad de El mismo. Así santificaremos su nombre, porque su salvación alcance a todos los hombres y done felicidad a todos.
Su Reino ya ha empezado, sin embargo el cristiano reza para que crezca en cada hombre como semilla de bien, de amor, de reconciliación, de paz. Dios nos escuchará si sabremos cultivar sentimientos de amor hacia los hermanos, reconciliándonos con ellos si alguien nos ha ofendido o causado un mal. Entonces el Señor nos dará también la fuerza de resistir y vencer las tentaciones, llenándonos de gozo.
“Si uno de vosotros tiene un amigo”: así inicia la parábola. Así comienza la aventura humana, la historia de amistad que es la oración: amigo es un nombre de Dios, “padre” es un nombre de Dios. Y puede rezar entonces quien ha hecho experiencia de amistad. Yo rezo porque vivo y vivo porque rezo.
En el principio no hay la oración sino la vida. La oración no es el primer acto del hombre: antes hay una experiencia, un grito, la presión del dolor o la caricia del gozo: de aquí brota la oración, como suplica o como canto de alegría.
Yo rezo para vivir, sabiendo que la oración transforma: “Contemplando al Señor yo vengo transformado en aquella misma imagen” (2Cor 3,18). El hombre se vuelve en lo que contempla con los ojos del corazón, el hombre se vuelve en lo que ama, el hombre se vuelve en lo que reza.
“Amigo, dame pan porque ha llegado un amigo”. Bellísima esa circulación de amistad, símbolo de la vida; ese compartir el pan, símbolo de la fe. El amigo que camina en la noche y golpea la puerta no pide para sí mismo, sino por un amigo que él también ha caminado en la noche, guiado por la brújula del corazón.
“Rezar es hacer circular el amor en el cuerpo de Cristo, como pan; es juntar el silencio de las estrellas con el fragor de nuestros días, es liberarse de las cadenas del ruido y descubrir nuestras melodías escondidas. Orar es abrir en nosotros un pasaje como se abre un dique o una boca efusiva en el volcán. Orar es abrir ventanas hacia Dios para que vida entre, para que vida salga, hasta que mi existencia sea como empapada de la vida misma de Dios” (E. Ronchi).
Termina así el pasaje de hoy: “Cuanto más el Padre vuestro celeste dará el Espíritu santo a los que se lo piden”. Dios atiende la oración, porque oración autentica es pedir Dios a Dios. Dándonos a sí mismo, Dios nos lo dona todo”.
Jesús nos dice que debemos dirigirnos a Dios llamándolo “Padre, abbá, papito”. Así nos dice la confianza del hijo hacia el Padre y la ternura protectora del Padre hacia cada uno de nosotros. Vuelve, de una cierta manera, la amistad de los orígenes cuando Dios paseaba y platicaba en el jardín con Adán y Eva. No importan las palabras: cuentan el corazón, la confianza y la perseverancia en la oración. Fuera de nosotros la realidad quedará la de antes, pero adentro todo será diferente.
Pidamos al Señor que haga surgir tantos amigos suyos, como Abraham, que intercedan hoy por las muchas ciudades, países y pueblos asolados por la guerra y la injusticia, por el hambre y la violencia, para que se salven y el evangelio toque el corazón de los hombres. Dios, Padre de todos, que atiende a las súplicas confiadas de sus amigos, atienda también nuestras oraciones. Que nos done su Espíritu, su Amor que sostiene y salva nuestra vida.
Amén.
Padre Franco Noventa mccj