Reflexión del Evangelio
XXI Tiempo Ordinario
Ciclo A, evangelio según san Mateo 16, 13-20
Domingo 23 de agosto, 2020
Después de su predicación en Galilea, Jesús se encuentra prácticamente solo (cfr. Mc 8, 27-30). Había intentado de convertir en el “nuevo pueblo” de Dios a la muchedumbre que lo seguía, pero tuvo que anotar un fracaso: todos lo habían abandonado. Se queda sólo con un pequeño grupo de discípulos. Parecen fieles, pero ¿resistirán hasta el fin? ¿Aceptarán a un Mesías crucificado?
Por eso los reúne en un lugar apartado, en la región pagana de Cesarea de Filipo y les pregunta qué piensa la gente de él. Había una espera grande sobre la venida del Mesías, pero con una grande incertidumbre sobre su figura y su tarea. Ya se habían presentados algunos como Mesías y habían reunido a grupos armados, rápidamente suprimidos por la fuerza militar romana.
Por eso Jesús, después de preguntar sobre lo que dice la gente de él, pregunta a sus discípulos “¿quién decís que soy yo?”. No es una crisis de su identidad: está en juego la identidad de ellos. Jesús les dirige la pregunta con una intensa expectativa: ser reconocido es el deseo fundamental del amor. La respuesta personal a esa pregunta suya constituye al discípulo. El cristianismo no es una ideología, una doctrina o una moral, sino mi relación con Jesús, “mi” Señor, a quien amo como él me ama (Gal 2,20). Preguntémonos: ¿Está Jesús al centro de nuestras vidas o vivimos estancados en la rutina y en la mediocridad? ¿Amamos a Jesús con pasión, sintiendo la fuerza y el atractivo que tiene para nosotros, o en nuestro corazón va creciendo la indiferencia y el olvido?
Dios exigía el amor exclusivo que implica todo el corazón, toda el alma, todas las fuerzas (Dt 6,6). Ese amor sin reservas lo pretende también Cristo: “Si alguien me sigue y no pospone a su padre, a su madre, a su esposa, a sus hijos, a sus hermanos y hermanas y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,26). Discípulo es quien ha entendido que él es único, como única es la persona de la cual uno se enamora, de la cual uno se fía ciegamente y por la cual está dispuesto a todo.
“¿Quién decís que soy yo?”. Pedro, en nombre de todos sus compañeros reconoce en Jesús al Hijo del Dios vivo por el cual están dispuestos a jugarse la vida: ese es el centro de la fe. Respuesta perfecta, pero Jesús les impone el silencio, como ya lo había hecho con los demonios, porque sabe que ellos piensan a un Mesías glorioso, lleno de fuerza, de prodigios y de signos que lo impondrán a la atención de todos.
En seguida Jesús concede a Pedro el primado en su Iglesia, bajo dos símbolos que ilustran la misión de Pedro y de la Iglesia como Jesús la había pensada.
El primero es la roca. Sólo sobre una roca se puede construir una casa que resista al asalto de las aguas, del viento y de las tempestades (Mt 7,25). Por eso Jesús da a Pedro un nuevo nombre, en arameo, Kefa, que significa piedra, roca. Sólo Jesús es la verdadera roca y fundamento (1Cor 3,11; 1Pe 2, 4.6). Pedro, y sus sucesores los Papas, con su fe profesada, tendrán que mantener unida a Cristo-roca el resto de la Iglesia. Sólo así nada podrá derrumbarla.
El segundo símbolo es lo de las llaves: significa el poder de introducir en casa o de negar el acceso (Is 22, 19-23). Jesús detiene esas llaves (Ap. 3,7). Confiando esas llaves a Pedro, Jesús le confía la tarea y autoridad de abrir de par en par a todos, la entrada al conocimiento de Cristo por la fe. Pedro será el canal a través del cual la palabra de Cristo será comunicada e interpretada. El Evangelio de hoy se vuelve entonces en un retrato de la Iglesia de Cristo reunida entorno a Pedro.
Sucesor de Pedro, el Santo Padre el Papa, continúa a ser la piedra de Cristo, continúa a abrirnos la puerta de la casa de Dios, continúa a ofrecer el gozo del perdón e a indicar la vía de la salvación. Las divisiones en la Iglesia nacieron porque, a lo largo de los siglos, el ministerio de Pedro ha degenerado de signo de amor y de unidad a expresión de poder. Pueda el Obispo de Roma ser siempre, como decía en el II siglo San Ireneo de Lyon, “aquel que preside a la caridad”. Como dice el Papa Francisco: “También el papado y las estructuras centrales de la Iglesia universal necesitan escuchar el llamado a una conversión pastoral” (E.G. 37).
“¿Quién decís que soy yo?”. Pregunta a la cual cada uno de nosotros tiene que dar su respuesta personal. “Quién”, no “qué cosa”. Jesús no nos pregunta qué hemos aprendido de él, o cuál es la palabra suya que más nos ha empatado, ni de hacer un resumen de su enseñanza, sino: “Yo, ¿quién soy para ti?”, ¿Cómo es mi relación personal con él? ¿Doy tiempo y corazón a mi relación con el Señor? Porque si la frecuentación de los amigos se diluye, pronto la relación desaparecerá.
Digamos a Jesús: tú eres mi “inseparable amor”, pues nada, nunca, podrá separarme del amor de Cristo (Rom 8,39). Y ese nombre es mi paz y mi fuerza. No me basta la escucha de su Palabra, no me basta decir palabras sobre la Palabra: quiero estar en Cristo, conectado a él como vástago a la vid, pues él es la vida.
“El que me ve a mi ve al Padre” (Jn 14,9) dice Jesús. Y Jesús nos manifiesta que el Padre es atento a las necesidades y sufrimientos de las personas, y por medio de Jesús nos dice que a una religión que impone leyes y constricciones inhumanas, él nos propone un “yugo dulce y ligero (Mt 11,28) y que él nos aliviará, porque Dios quiere la felicidad de todos ya en esta vida, una vida abierta al infinito, a la belleza.
No sólo Pedro y sus sucesores son roca y llave. Cada discípulo es roca y llave que abre a los demás las puertas bellas de Dios, la casa grande del Padre (Mt 18,18). Ojalá se pudiera ver en los ojos de los discípulos que algo de Cristo ha sido visto, tocado, sentido, por lo menos rozado.
Porque decir quien es Cristo por mí, no basta. Porque la vida no es lo que se dice de la vida, sino lo que se vive de la vida. Y Cristo no es lo que yo digo de él, sino lo que yo vivo de él. El cristianismo no es ante de todo una doctrina ni una moral. El cristianismo es una persona, una relación única, personal, con mi Señor, con él, desarmado amor, crucificado amor, inseparable amor. Seamos testigos del misterio de esperanza que llevamos dentro de nosotros.
Trataré de amarlo como él me ama. Sé que no lo lograré nunca: sin embargo, toda mi vida será intentarlo una y otra vez. Por su gracia. Solo hay un camino para ahondar en su amor: seguirlo, ser hombres y mujeres de comunión, y como decía Raúl Follereau: “organizad la epidemia del bien y que contagie el mundo entero”.
Amén
Padre Franco Noventa, mccj