Encuentro de corazón con Jesús

Reflexión del Evangelio

III Domingo Tiempo Cuaresma

Ciclo A, Evangelio según san Juan 4, 5-42

Domingo 15 de marzo, 2020

Todos estamos sedientos: de felicidad, de libertad, de justicia, de fraternidad. Sed de vida, de sentido de la vida, sed de Dios. Pero nos quema el corazón también tanta falsa sed: sed de consumismo, de aparecer, de protagonismo, de placer.

Jesús no juzga la mujer, no la condena, no la humilla. La hace nacer.

Aquel día, en Sicar, una aldea de Samaria, cerca del pozo de Jacob, llegó Jesús. Ese pozo se encuentra en la carretera que va desde Judea a Galilea, pozo que tiene más de tres mil años, profundo 32 metros y que da hoy todavía agua buena y fresca, como al tiempo de Jesús. Era el lugar donde todos los viandantes paraban y restauraban sus fuerzas.

Jesús llegó a ese pozo hacia mediodía. Estaba acalorado y agotado. Esperaba – como por una cita ardientemente deseada – a aquella mujer samaritana, amargada por la vida, decepcionada en su deseo de amor, quizás despreciada por los demás y por las mujeres, pues está con su sexto “marido” o compañero. Va a buscar agua en una hora en que está segura de no encontrar a otra mujer y así no sufrir su desprecio.

Al pozo, están ellos dos, solos. Es una sorpresa por esa mujer. Sus ojos tenían que brillar de curiosidad y de aturdimiento: ¿Quién será ese judío que habla con una mujer y le pide agua de beber? Porque los judíos no se tratan con los samaritanos. Y un rabí no hablaba con una mujer en el camino; también a su esposa no hablaba que en la intimidad de la casa.

Dios amaba en Jesús a esa mujer (Jr 2,2; Is 54, 6-7; Os 2, 16-17), cuando estaba todavía lejos, pero ella no se había dado cuenta de eso. Su vida era todo un fracaso, marcada por desilusiones y traiciones, sin esperanza. ¿Cómo podía confiar en ese extranjero? ¿Cómo podía intuir que era Dios que le hablaba en aquel judío cansado y sediento y sin tampoco un recipiente para tomar el agua? ¿No será un tentativo de seducción como a ese pozo hizo el padre Jacob que había cortejado a Raquel (Gen 29,ss) y Moisés a las siete hijas de Jetro (Ex 2,10-22)? Sin embargo Jesús, a diferencia de ellos, no exhibe fuerza y coraje. Cansado y abandonado sobre el pozo, manifiesta su debilidad. Tiene sed, él también, como la mujer que viene a sacar agua.

Jesús, pidiendo agua de beber a esa mujer, derrumba las barreras, hace brotar la libertad, la abre al dialogo. Hay una barrera entre hombre y mujer, un sospecho, un miedo: los discípulos, regresando del pueblo, “se extrañaban que estuviera hablando con una mujer”. Lo más bello es que Jesús hace nacer el misterio de Dios dentro de la samaritana, pasando por su misterio de mujer, por su corazón, revelando aquella mujer a sí misma, a su necesidad de amor, y paulatinamente haciéndola como renacer, nueva, diferente. Están, uno frente a otro, dos deseos, cada uno de los cuales es sed del otro y agua para el otro.

Y nace una mujer nueva: “Me ha dicho todo lo que he hecho, me ha leído en el corazón, me ha dicho lo que soy de verdad”. Jesús ha recompuesto en unidad aquella vida disgregada en fragmentos, la revela a sí misma, no como condena, sino como descubrimiento; no como juicio, sino como verdad de su vida.

Jesús no juzga la mujer, no la condena, no la humilla. La hace nacer, y ella abandona su jarro, como una vieja vida dejada en el borde del pozo, corre en la ciudad y grita a todos los que encuentra en su camino: “Hay alguien que hace renacer, que dice todo lo que es tu corazón”. Esa mujer se hace “apóstol” del Mesías, del Cristo, que ha finalmente reconocido.

Pero antes Jesús le había dicho: “Quien beba del agua que yo le daré, esa agua se convertirá en él en una fuente que brota hasta la vida eterna”. Y la mujer le dijo: “Señor, dame esa agua”. Jesús ha hecho nacer sed de cielo, hambre de eternidad. Es como si le dijera: “Mujer de Samaria, no vivas sólo por tus necesidades: hambre, sed, amores, un poco de religiosidad; porque cuando hayas satisfecho todas esas necesidades fundamentales, será como tener un poco de agua en un jarro, pronto acabada, siempre insuficiente. Todos los pozos humanos son insuficientes a apagar la sed de tu corazón”. “En ti, Señor, se halla la fuente de la vida… (Sal 36,10)…Como anhela la cierva estar junto al arroyo, así mi alma desea, Señor, estar contigo (Sal 42,2)”.

Jesús va hacia el pozo secreto que es el corazón de aquella mujer y allá hace nacer el canto de una fuente que brota sin cesar agua viva. Es una imagen bellísima: el manantial es agua que sale, que brota, que va, que es más de lo que basta a mi sed; es también agua para los demás. La mujer, que sacaba del pozo cuanto bastaba a su sed, ahora se vuelve en aquella que dona, que apaga su sed apagando la sed de otros, que se ilumina iluminando a otros, que recibe gozo donando gozo. En efecto, deja su jarro tan precioso por ella hasta este momento, corre feliz a anunciar a todos su descubrimiento. Una vez más, del encuentro con Jesús nace la misión.

Es el corazón nuevo el verdadero culto al Padre. Dios habita en el rostro del otro, en el cuerpo, en la vida y en la historia de las personas. Dios habita en la consciencia de la persona. Se acaba el tiempo de la religión e inicia el tiempo de la fe, de la búsqueda, de la humanidad.

Si no tenemos amor, pasión, compromiso, la vida se cansa pronto, se deshidrata, se marchita adentro. Solo el amor alimenta las profundidades de nuestro ser. “Dios tiene sed de que tengamos sed de él” (San Gregorio Nacianceno).

Como la Samaritana, nosotros también, si hemos verdaderamente encontrado al Señor, si él ha abierto en nosotros fuentes de agua viva, si nos sabemos pensados y amados y esperados por él, así como somos, con nuestros pecados y nuestras debilidades, correremos a anunciarlo a los hermanos. Seamos portadores de agua (Mc 14,13), pues hay tanta gente que tiene sed de agua viva.

Y pidamos al Señor por la Iglesia: en la Iglesia-roca, tantas veces cerrada en su poder, sirven profetas que golpeen la peña, para que brote (I lectura) agua buena que hace bien al corazón. El santo Papa Juan XXIII hablaba de la Iglesia como de la fontana del pueblo que a todos distribuye el agua que canta y da vida. Esa es la Iglesia que el Evangelio de hoy nos pide de ser: agua pura de manantial que apaga nuestra sed y que podemos ofrecer a cuantos tienen sed de libertad, de verdad, de amor, en cualquier lugar, “pozo de Sicar”, donde Cristo, divino mendigo, pide de beber y promete de apagar nuestra sed. “El que tenga sed que venga a mi… de sus entrañas saldrán ríos de agua viva” (Jn 7,37-38), y que sepamos “sentarnos” a escuchar el sufrimiento, la desesperanza o la soledad de las personas.

Amén.

Padre Franco Noventa, mccj

 

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